Nunca tuvo buena letra. Jamás le importó. Todo lo contrario, divertido recordaba a aquella inolvidable y viejecilla maestra que copaba a su madre cada vez que la encontraba, aturdiéndola con la misma cantaleta de toda la vida. Esa en la que le recriminaba no hacer nada por corregir la atroz caligrafía de su hijo.
Como dije, no le importaba. Quizá algún día seria médico y entonces su letra tendría justificación. La mala letra, las cartulinas pegadas en la pared y los cuadernos destinados a practicar la caligrafía envejecieron de aburrimiento. El asunto quedó en anécdota.
El ser indescifrable tenía sus ventajas. Era cómodo y le permitía escribir lo que de verdad sentía y pensaba. Ante cualquier problema o mal entendido la salida más fácil era escudarse en sus ilegibles trazos. Por otro lado podía manejar más fácilmente el rechazo. Si a alguien no le gustaba lo que escribía seguro era por que no le había entendido a sus patas de araña.
Pero ahora, con los procesadores de textos, mails, blogs, computadoras, etc. no había como encubrir errores e ideas impopulares. No es que le importe el reconocimiento, pero ahora se enfrenta a la posibilidad de que la gente, ahora sin pretextos, reaccione con indiferencia a lo que decide plasmar y simplemente lo ignore o decida dar clic en otro blog.
José Saramago –sí, el mismo en persona- dijo alguna vez que los blogs estaban logrando que la gente escribiera más pero peor. Devastador comentario para cualquiera que aproveche esos medios para publicar lo que de otro modo jamás escribiría. Ahora la pluma y la hoja en blanco no parecen tan mala idea. Al menos esas estaban condenadas al anonimato y a la seguridad del último cajón de un escritorio bajo llave.
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