México, D.F., 16 de septiembre.- Son las 9 de la mañana y el metrobus en Doctor Gálvez parece no querer aparecer. En lo único que piensas es en todas las estaciones que te separan de la glorieta de Insurgentes y la cantidad de gente que seguro encontrarás en el metrobus, mientras tratas de recordar por qué olvidaste tu cámara una vez más.
Tu ritmo cardiaco se acelera como si fueras a toparte con alguna ex novia. – Tan sólo es un desfile. Solo serán unas horas de aglomeración- te repites una vez más para tranquilizarte. Es verdad, prefieres evitar las grandes concentraciones de gente. Parece tarde para arrepentirse, pero la fecha y las circunstancias parecen justificar tu presencia.
Hace años que no ibas al desfile, desde aquellos días en que tu padre te llevaba en hombros para que vieras bien. Ahora temes que quien te acompaña hoy te pida lo mismo. No hay manera, por eso te levantaste temprano: para ganar lugar.
Tu ritmo cardiaco se acelera como si fueras a toparte con alguna ex novia. – Tan sólo es un desfile. Solo serán unas horas de aglomeración- te repites una vez más para tranquilizarte. Es verdad, prefieres evitar las grandes concentraciones de gente. Parece tarde para arrepentirse, pero la fecha y las circunstancias parecen justificar tu presencia.
Hace años que no ibas al desfile, desde aquellos días en que tu padre te llevaba en hombros para que vieras bien. Ahora temes que quien te acompaña hoy te pida lo mismo. No hay manera, por eso te levantaste temprano: para ganar lugar.
Armado con una guajolota y un atole de arroz, parado frente al elegante Marriot de Reforma esperas a que inicie el espectáculo en el Zócalo, maldiciendo por qué no pensaste en traer un banquito. ¡Cuánta razón parece tener ahora tu madre!
Parado ahí entre la mexicanada, bajo amenaza de lluvia o calor extremo (en esta ciudad uno jamás sabe que esperar) piensas en el viejo cliché sobre este evento: “Es una exhibición burda de poder”. “Mera disuasión del Estado represor”. Pero no puedes evitar sentirte como niño o recordar al niño que eras, aquel que soñaba en convertirse en médico militar para desfilar en un jeep. Aquel que creció sólo para darse cuenta que lo que quería en verdad era el jeep.
Repasas la ruta pero no puedes evitar preguntarte si estás bien ubicado. ¿Pasan de ambos lados de avenida Reforma o sólo de uno? Como sea ya es tarde para arrepentirse, toda la avenida está copada. Niños y padres (desvelados por las fiestas por lo que no parecen de muy buen humor), vendedores y policías, ricos y pobres, todos mezclados para ver el espectáculo.
Dentro de la masa de gente no puedes evitar ver con envidia a la familia de la acera de enfrente. Esa que asumes es “de dinero” y que hábilmente se instaló con todo el equipo de acampar cómodamente y atestiguar el acto. – A ver, si, pero ni pensar en que uno de sus hijos desfile o siquiera sea parte del Ejército- piensas maliciosamente, aunque no externas tu opinión por miedo a parecer un resentido social.
Las pantallas muestran que el desfile ha comenzado en el centro de la ciudad. Te resistes a ver como si no supieras ya de antemano quienes van a desfilar. Aún así prefieres la sorpresa. Además, no estas ahí para verlo en una pantalla.
El tiempo pasa, pero muy lentamente. La ociosidad comienza a actuar. Molestar a tu acompañante no parece suficiente. Mentalmente te ríes pues te imaginas a esos soldaditos de 1.60 m en una guerra de verdad. Te reprendes y autocensuras por pensar así, pero sonríes al recordar aquel inolvidable sorteo del Servicio Militar cuando sacaste bola negra. También te acuerdas, con algo de temor, de aquel desfile en el que los aviones se cayeron solitos. No vaya a ser la de malas y hoy repitan.
Un orgullo inexplicable y un sentimiento patriótico poco usual te inundan. Debe ser la sugestión de las masas bajo efecto de tambores e himnos. A lo lejos escuchas helicópteros y a la gente que comienza a aplaudir y echar porras. En la distancia te parece distinguir lo que parece una bandera. Por fin, ahí vienen.
Parado ahí entre la mexicanada, bajo amenaza de lluvia o calor extremo (en esta ciudad uno jamás sabe que esperar) piensas en el viejo cliché sobre este evento: “Es una exhibición burda de poder”. “Mera disuasión del Estado represor”. Pero no puedes evitar sentirte como niño o recordar al niño que eras, aquel que soñaba en convertirse en médico militar para desfilar en un jeep. Aquel que creció sólo para darse cuenta que lo que quería en verdad era el jeep.
Repasas la ruta pero no puedes evitar preguntarte si estás bien ubicado. ¿Pasan de ambos lados de avenida Reforma o sólo de uno? Como sea ya es tarde para arrepentirse, toda la avenida está copada. Niños y padres (desvelados por las fiestas por lo que no parecen de muy buen humor), vendedores y policías, ricos y pobres, todos mezclados para ver el espectáculo.
Dentro de la masa de gente no puedes evitar ver con envidia a la familia de la acera de enfrente. Esa que asumes es “de dinero” y que hábilmente se instaló con todo el equipo de acampar cómodamente y atestiguar el acto. – A ver, si, pero ni pensar en que uno de sus hijos desfile o siquiera sea parte del Ejército- piensas maliciosamente, aunque no externas tu opinión por miedo a parecer un resentido social.
Las pantallas muestran que el desfile ha comenzado en el centro de la ciudad. Te resistes a ver como si no supieras ya de antemano quienes van a desfilar. Aún así prefieres la sorpresa. Además, no estas ahí para verlo en una pantalla.
El tiempo pasa, pero muy lentamente. La ociosidad comienza a actuar. Molestar a tu acompañante no parece suficiente. Mentalmente te ríes pues te imaginas a esos soldaditos de 1.60 m en una guerra de verdad. Te reprendes y autocensuras por pensar así, pero sonríes al recordar aquel inolvidable sorteo del Servicio Militar cuando sacaste bola negra. También te acuerdas, con algo de temor, de aquel desfile en el que los aviones se cayeron solitos. No vaya a ser la de malas y hoy repitan.
Un orgullo inexplicable y un sentimiento patriótico poco usual te inundan. Debe ser la sugestión de las masas bajo efecto de tambores e himnos. A lo lejos escuchas helicópteros y a la gente que comienza a aplaudir y echar porras. En la distancia te parece distinguir lo que parece una bandera. Por fin, ahí vienen.
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